miércoles, 24 de agosto de 2011

Capítulo 2


    Los rayos de luz atraviesan mi ventana. El techo blanco refleja la luz de un nuevo día, y me quedo ahí tendido en la cama mirándolo sin pensar en nada. Me echo a un lado. La nostalgia se apodera de mí mente, recuerdo la gente que dejo atrás, recuerdo todo lo que he dejado atrás. Ahora ya nada será igual, estoy en un sitio donde no encajo, donde no conozco a nadie y donde todo es distinto. Me levanto de un salto tan rápido que me mareo y vuelvo a echarme. Inspiro el aire varias veces. Hasta huele distinto, huele a viejo, a humedad, a cerrado, a naftalina. No deseo esto, ni siquiera me gusta. Desearía poder cerrar los ojos y volver.
    Me levanto, esta vez más despacio para no marearme, abro la puerta y un aroma me envuelve, es el olor de  las tortitas. Mi madre las prepara todos los días de año nuevo. Eso sí que huele a casa. También me recuerda a la infancia cuando mi madre y mi abuela se despertaban pronto el día de año nuevo para preparar el desayuno de todos. Después todos nos sentábamos a la mesa y empezábamos a engullir la comida que ellas habían preparado con tanto cariño sin dedicarles ni un simple gracias, ni un cumplido, pero ellas se mostraban agradecidas. Ellas eran así.  Es una cualidad que valoraba de ellas, solo le importaba la felicidad de los demás frente a cualquier otro hecho. Pero ojalá yo le hubiera dado las gracias, agradecerles todo lo que hacían por nosotros. Hace mucho que no pensaba en la abuela de esta manera, tanto que ni lo recuerdo. Desde que murió hace dos años.
    Cada día la echo más de menos. Siempre estaba ahí cuando me caía. De niño cuando lloraba ella se acercaba a mí me levantaba, me limpiaba las lágrimas con un pañuelo y me decía una de las frases que han marcado mi vida más: “Mírame a los ojos mi niño, quiero que recuerdes siempre esta frase y que esté presente en tu vida y todo lo que hagas. Siempre recordarás las veces que has reído por encima de las que has llorado, así que levántate y vive.” Por ella intentaba sonreír día a día. Siempre he querido agradecerle pasar su tiempo conmigo.
     Salgo de la habitación y camino descalzo por el suelo de moqueta beige. Paso hasta el baño.  Enciendo el grifo y me lavo la cara. Me miro en el espejo y ni me reconozco ¿Este soy yo? Y lo más importante ¿Quién soy yo? En este momento no conozco la respuesta. Dejo este pensamiento a un lado porque mi cabeza está a punto de estallar. Será mejor alejar todo con una buena ducha de agua fría. Tras quince minutos debajo de un agua congelada mi mente parece más despierta.
-         ¡Declan, el desayuno está listo!
-          ¡Ya voy mamá!
   Llegué hasta el salón y me senté a la mesa. Mi padre leía las noticias de hoy en el periódico y mi madre se servía una taza de café.
-          Declan, se me olvidaba comentártelo. Esta tarde tienes una cita con la hija de los vecinos. Te presentará a sus amigos y te enseñará un poco el pueblo. Ya sabes para que te vayas acostumbrando a él y conozcas gente.
¿Cita? Lo que me faltaba una niña pija enseñándome su ciudad, ¡Por Dios!
-         Mamá- dije reprochando, aunque sabía que esto no me serviría de nada - hoy por la tarde ya tenía planes. Iba a… – mierda tenía que inventarme alguna escusa-  ¡poner a punto el motor de la moto! Eso es. Mi Sporster 50`s me necesita.
-         Vamos Declan, esa escusa no puedes creerla ni tú mismo. Además sabes que esto te vendrá bien o ¿quieres quedarte amargado y sin compañía el tiempo que pasemos aquí?
  Mi madre. Mi madre y sus planes. Eran de risa, pero siempre acababa por aceptarlos.
-         Bueno, está bien, está bien. ¡Pero solo una hora! Seguro que no la soporto. –dije esto último en un tono de voz mucho más bajo-
-         ¿Quién sabe? A lo mejor podéis llevaros bien, ser amigos. Y además, por si te interesa ella es guapísima.
   Dijo esta frase mientras se alejaba no sin antes haberme alborotado el pelo y darme un beso en la mejilla. Mamá y sus ideas.
  Terminé de desayunar. No tenía nada que hacer, así que decidí salir a dar una vuelta, una vuelta sin rumbo.
   Salí de casa. La luz clara de mediodía y el color verde de los árboles jugaban un gran papel en el encanto de la calle. Tomé la calle abajo. Las calles estaban cubiertas por un manto de nieve frágil y cristalina. Un fiat 500 rojo estaba aparcado en la esquina totalmente congelado, seguro que el dueño se llevaría una gran sorpresa al intentar arrancarlo –pensé sonriendo- ¡Adiós motor!
    Seguí paseando por el centro de la ciudad, observando lo que me rodeaba. El pueblo en sí no estaba tan mal, era un pueblo tranquilo, pequeño y con encanto, las pequeñas tiendecitas se veían familiares, lo peor parecía ser la gente que se te quedaba mirando fijamente al pasar, tenía ganas de pararme delante de uno de ellos y soltarle a la cara “¿Qué pasa, no me conoces?” Te miraban de una manera enfermiza, escrupulosa e inquisitiva. Parecían juzgarte por tus actos y eso que no te conocían de nada.
    Aligeré el paso hasta llegar a un parque, la nieve se comprimía bajo mis pies a causa del peso. Las copas de los árboles eran blancas por la nevada de la noche pasada  y de ellas colgaban luces de navidad. En un banco un grupo de gente de mi edad más o menos reía atronadoramente. Había tres chicos y dos chicas
  Uno de ellos parecía ser el jefe del grupo de chicos era moreno y alto, parecía pertenecer a una familia adinerada porque vestía un polo azul y unos pantalones de vestir, estaba sentado en la parte de arriba del banco. Los otros dos, llameémosles “individuos”, parecían ser gemelos, los dos larguiruchos, delgados y altos. Uno de ellos con gafas que le daban un aspecto de intelectual y el otro con cara de rata. El grupo de chicos parecía estar formado por un líder y dos bufones que reían las tonterías del líder, lo seguían y se escondían tras él para defenderse.
     En la parte de abajo del banco estaban sentadas las dos chicas. Una era morena, con el pelo a la altura del pecho, ojos despiertos, verdosos  y redondeados y una bonita sonrisa. Llevaba un vestido azul claro ajustado a la cintura por un cinturón. Debía tener sobre unos dieciséis o diecisiete no más. Tenía las piernas cruzadas y conversaba con la chica que estaba a su lado.  La chica a su lado era rubia con el pelo a la altura de los hombros, unos bonitos ojos azules almendrados, largas pestañas, nariz pequeña y un poco chata que hacían de sus rasgos una verdadera armonía. Todo hay que decir que la chica era guapa. Ella también llevaba un vestido, era de color crema con pequeñas flores como estampado. Se levantó y posó sus brazos alrededor del cuello del chico que parecía el jefe. Me fijé un poco más tenía entre sus manos una margarita naranja.  Se quedaron mirándose fijamente por un tiempo hasta que uno de los dos “secuaces” llamó la atención del chico.
-          ¡Ashton, Ashton! Tío recuerdas ese momento en que Jimmy…
    El chico lo miró por unos segundos y después volvió la vista hacia ella. Ella le enseñó la flor y sonreía pícaramente, jugaba con la flor entre sus gráciles manos. ¡Yo conocía a esa chica! ¡Era la chica del ponche! La niña estúpida del ponche, mejor dicho. Se había puesto como una verdadera furia y solo por unas pocas gotas de ponche, tampoco había sido para tanto. Entonces se dieron cuenta de mi presencia. ¿Me habría reconocido ella?
-         ¡Ey tú! ¿Qué se supone que miras?- dijo el chico que parecía llamarse Ashton-.
-         ¿Yo? Nada…
-         ¡Ah por eso! no quería tener que preocuparme.
    Giré sobre mis talones y me alejé de allí. No quería problemas ahora que acababa de cambiar de ambiente, aunque tal vez si le daba lo que merecía a ese tipo mis padres barajarían la posibilidad de volver. Alejé ese pensamiento y seguí caminando ¡Vaya un estúpido!
   Mientras caminaba busqué dentro del bolsillo de mis pantalones hasta encontrar el paquete de tabaco que allí tenía escondido. Al llegar al porche de casa me senté en las escaleras y lo encendí. Tenía que relajarme antes de pasar a casa y esto me ayudaba. Calada tras calada jugué con el humo pero no por mucho tiempo porque oí como alguien se acercaba a la puerta y tuve que tirar el cigarrillo.
-         Declan…- dijo mi madre con un reproche- ¿estabas fumando?
-         ¡No mamá, claro que no! ¿Cómo podías pensar eso? Sabes que lo dejé.
    Y después de esto solté una risa nerviosa. Mi madre sabía cuando mentía, no había colado.
-         Anda pasa, que remedio hay. Pero que no se entere papá ¿de acuerdo?
-         Está bien, gracias mamá.
   Le dediqué una sonrisa y pasé a comer.
   Llegó la tarde y tenía que irme a casa de la vecina. No sabía de qué iba a servir pero tenía que hacerlo. Bueno total son unas horas- me dije a mi mismo- las podré aguantar.
-         Declan y recuerda se amable con la chica, tampoco te cuesta tanto.
-         Claro mamá lo seré, no te preocupes.
   Cerré la puerta y fui hasta la casa de al lado.
    Tenía un jardín gigante, todo el lleno de árboles, uno de ellos soportaba una pequeña casita de madera y justo debajo de ella había un pequeño estanque con el agua ahora congelada a causa de las bajas temperaturas. La casa en sí no parecía ser muy grande, tenía dos plantas y un pequeño porche. Las ventanas eran blancas al igual que las escaleras, la puerta y el porche. La casa era tradicional, en un tono azul verdoso. Llegué hasta el felpudo y me paré allí ¿Tocaba el timbre? La verdad no me apetecía para nada hacer esto. En fin son solo unas horas me repetí por décima vez y llamé al timbre. Una melodía centelleante sonó y tras la puerta se escucharon pisadas y después una mujer de la edad de mi madre me abría la puerta con simpatía.
-         Em… Hola ¿es un usted la señora Milton?
-         Claro, hijo, pasa, pasa, puedes tratarme de tú, me llamo Annet. ¿Tú eres Declan, verdad?
-         Sí, soy el hijo de los Anderson. Los vecinos de al lado, nos acabamos de mudar. Mi madre me dijo que había estado hablando con ustedes.
-          ¡Ah sí lo recuerdo! Kayla te está esperando, enseguida baja. ¡Kayla el vecino ya está aquí!
-         Ya voy mamá.
   Se escuchó desde el piso de arriba. ¡Vaya voz! Parecía música era dulce y segura. Me empezaba a gustar un poco más esta chica.
   Salí al porche y encendí otro cigarrillo, claro está que con cuidado de qué la señora Milton no me viera.
-         ¡Mamá me voy!
-          Vale cariño, pasarlo bien.
    Se abrió la puerta, me asomé un poco para ver cómo era la chica. ¡Mierda, mierda y mierda! Era otra vez ella. ¡Uff, estaba harto de ella! Otra vez la chica del maldito ponche.

-         ¡Oh vamos!- dijo ella con voz tintineante- Tú… ¡No me fastidies! ¡Mamá, mamá! Dimito no pienso acompañar a este individuo a ningún sitio.
¿Qué? ¿Cómo? Esa niñata estúpida y consentida ¿me acaba de llamar individuo?
 Ella se dio la vuelta y cerró de un portazo dedicándome una mirada de oído y yo por mi parte una de las mejores sonrisas sarcástica de toda mi vida.
¡Estúpida! Pensé para mis adentros. 

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